Sin pan y sin trabajo

Había pasado poco más de un mes desde que había dado a luz a su hija más pequeña, Luisa, y tres meses de aquella primera tormenta invernal que los había dejado aislados.
María vivía junto a su marido Eulaquio, sus tres hijos varones –Mariano, Roberto y Lucas- y la recién nacida en un humilde rancho de un paraje de la provincia de Buenos Aires. Su marido era peón de campo, y tras reiteradas tormentas, todos los caminos de alrededor habían quedado anegados, por lo tanto no podía ir a trabajar. Su vecina Alicia la había ayudado a parir en medio de una noche fría de ese temporal. El almacén de Don Carmelo, el esposo de Alicia, ya estaba completamente vacío: hacía tres largos meses que ninguna carreta llegaba con harina, lienzos o yerba. Tres meses que sobrevivían con los escasos chorizos y carnes saladas de la última carneada que guardaban en un galponcito de chapas, con alguna liebre que Mariano y Roberto cazaban y con las provisiones que
almacenaban en una piecita y que María veía con preocupación cómo se evaporaban. Mientras tanto, Eulaquio se atenía a hacer lo que hacía cada vez que no trabajaba en el campo: buscaba pedazos de árboles y esculpía en ellos figuras de animales. Él tan sólo esperaba con paciencia que el clima mejore para poder ir a trabajar y volver a casa con unos cobres y un poco de carne.
Ese día había amanecido con un sol radiante. Mucho menos que alegrarse, María se amargó al pensar que era otro día que su marido pasaría afuera buscando ramas y troncos, mientras ella se ocupaba de las tareas domésticas, del cuidado de la beba y de prácticamente inventar una comida con los pocos víveres con que contaba. Se sentó a la mesa de la cocina para amamantar a Luisa y Eulaquio frente a ella para hacerle compañía, sin mate ni pan –hacía semanas que no había nada para el desayuno-. De pronto, oyó unos cascos de caballos y Eulaquio se asomó a la ventana de un sobresalto:
-¡Se abrieron los caminos!- exclamó.

La escuela de las quintas

Era yo una niña de once años que iba a la escuela pública más grande del pueblo,
acompañada por el mismo grupo de niños desde el jardín de infantes. Era la alumna más inteligente y aplicada del salón, los boletines siempre tenían puras MS (de muy satisfactorio) y las maestras me preferían por lejos. Me quedaba sólo una buena amiga, ya que me había peleado con otra y las demás compañeras eran sólo eso.
Era un curso bastante conflictivo, cada tanto se apresenciaba la directora para llamarnos la
atención por algún suceso causado por alguien del grupo. Casi siempre estaba involucrado Gabriel, un muchachito irritante y burlón, que con su carisma convencía a varios de hacer maldades. A mí me volvió loca toda la primaria: me cargaba con mi sobrepeso, una vez me pegó un pelotazo en la cara, otra vez se rió de los talones de mis medias manchados de marrón por los zapatos de gamuza, otra porque tenía la espalda de mi guardapolvo salpicada ya que mi bicicleta no tenía guardabarro. Tengo en mi memoria varios malos recuerdos sobre Gabriel y los que se sumaban a burlarse de mí y de unos cuantos compañeros más. Un poco ya me había acostumbrado, pensaba que así funcionaba la vida: algunos se burlaban y los demás los dejaban hacer. En aquella época todavía no se hablaba demasiado de este tipo de situaciones.
Mi madre era maestra y directora de una escuela con treinta alumnos que quedaba en la
sección quintas. Como estaban justos de matrícula -y estaba en riesgo uno de los cargos docentes-, nos cambió a mí y a mis hermanas a su escuela. Para que yo aceptara, me sobornó con una cartuchera roja escocesa. Si bien yo no era del todo feliz, me daba nostalgia abandonar a mi grupo después de tanto tiempo.
Llegamos un día de abril a esa escuelita que parecía una casa de familia. A la mañana
desayunábamos todos juntos, luego se izaba la bandera y después enfilábamos hacia los salones, que eran tres en total, los siete cursos estaban integrados. A la hora del almuerzo, sonaba la campana y debíamos hacer fila en el baño para lavarnos las manos. Nos sentábamos a la mesa del comedor, la cocinera servía abundante los platos y la portera repartía. Cada alumno tenía una servilleta de tela con sus iniciales bordadas. Después de comer, había una hora libre en la que podíamos ir a jugar a los potreros que rodeaban la escuela. Una vez construimos unas chocitas de caña y paja que quedaron espectaculares. También hacíamos casitas en los árboles de eucaliptos.
La mayoría de los alumnos provenían de duras realidades familiares. Muchos tenían la
cabeza minada de piojos y liendres, llevaban los guardapolvos sucios, las zapatillas muy rotas, los pantalones agujereados, algunos asistían para asegurarse un plato de comida. Cuando visitaba la casa de alguna de mis compañeras me sorprendía ver las condiciones tan humildes, varias tenían el piso de tierra y el patio lleno de chatarra que alojaba ratas.
Pero nada de eso importaba porque en la escuelita todos éramos iguales y especiales al
mismo tiempo. La vida allí era simple, no había Gabrieles que se burlen o acosen. Las travesuras pasaban por otro lado: los pelotazos eran accidentales y como mucho, estrellaban algún vidrio, los más grandes sacaban corriendo a los más chicos por el simple motivo de correr, el más audaz siempre quería treparse al techo… Éramos una gran familia, nos gustaba compartir momentos juntos como mirar películas en el SUM en los días de invierno u organizar torneos de fútbol mixtos. También armábamos bailes en los salones con canciones de Rodrigo.
Durante los dos años en que asistí a esta escuela pude conocer otras realidades
sociales, vincularme con las personas por lo que son y no por lo que tienen, y se trastocaron mi escala de prioridades. Me empecé a ver como una privilegiada, a agradecer por ello y a relativizar los problemas que me angustiaban.

SALOMÉ – Cuento Fantástico

Es de noche. El calor de verano se fusiona con la típica humedad platense sin otro objetivo que el de abombar a los habitantes. No hay aire acondicionado que pueda con esa macabra alianza.
Mariana intenta conciliar el sueño en la cama matrimonial junto a su esposo y la pequeña Salomé, que tiene apenas diez días de vida. Su cuerpo está agotado, aún no se acostumbra a la atención que demanda la beba. En su mente repasa lo que debe hacer por la mañana: lavar la montaña de ropa sucia, cambiar las sábanas, hacer la compra semanal en el supermercado -no olvidar los pañales y el aceite Johnson-, comprar en la ferretería un flotante para el baño… Anota las tareas en una hoja imaginaria y va saltando de renglón como si fueran ovejas que brincan un cerco. También debe ir a buscar la batita que la madrina de Salomé le confeccionó a la beba. Es una salida de baño con una capucha de cabeza de cachorro. Mariana sonríe al ver a su beba en aquella prenda de toalla. La
madrina presencia esa escena en el cuarto de baño: Mariana con la beba en sus brazos envuelta en la bata después de haberla bañado en el fuentón, y sonríe también. Le dice: “Mariana, sostené bien su cabecita… ¡Mariana, no respira! ¡SALOMÉ NO RESPIRA!”
Mariana se sienta súbitamente en la cama, mira con desesperación hacia el pequeño hueco que ocupa su hija. Acerca su oreja a la nariz de la beba para verificar su respiración. No respira.
Despierta a su esposo a los gritos y entre los dos la reaniman con llamados, leves sacudidas, presiones con los dedos en su corazón. Ríen con alivio y lágrimas al escuchar el llanto de la beba y Mariana la abraza contra su pecho.

EL ANILLO – Cuento Fantástico

Juana estaba alucinada con el anillo que había encontrado. Estaba junto a los demás accesorios de su madre en una cajita de madera sobre la cómoda de algarrobo. Parecía una baratija pero aún así,la hermosura la deslumbraba. Era plateado con una enorme piedra incrustada de color verde.Fue a hurtadillas hasta la pequeña habitación de huéspedes para poder apreciarlo tranquila. Se recostó sobre la cama y mantenía su brazo derecho extendido para que los rayos de sol que entraban por la ventana iluminaran el anillo que sostenía con el pulgar y el índice. Así pasó un rato que le parecieron horas. Le intrigaba saber de qué material estaba hecho, ¿sería una piedra real? ¿quién la habría encontrado? ¿dónde? ¿cómo había hecho el artesano para incrustarla? Debía de ser un hombre muy hábil -pensó Juana- pues tenía muchos detalles en la parte metálica. En cada segundo que dedicaba a analizar la joya descubría alguna rayita, punto, dibujo nuevos. ¿Qué significarían? ¿Desde cuando lo tendría su madre? Ella siempre le revisaba los alhajeros cuando estaba aburrida pero nunca antes había visto aquella pieza. ¿Sería nuevo? ¿Se lo habría regalado un hombre? Su madre había quedado viuda antes de que Juana naciera y no había formado pareja desde entonces.De pronto, el anillo saltó al piso. Juana sintió como si la joya quisiera escapar de entre sus dedos. No pudo seguir la caída pero imaginó que había ido a parar debajo la cama, por el leve tintineo que escuchó en la madera del suelo. Buscó frenéticamente, corrió la cama y la mesa de luz. Palpó las tablas del piso, por si había quedado atrapado en las uniones. Miró y volvió mirar cada centímetro cuadrado de aquella diminuta habitación, pero fue en vano. Cuando se dio por vencida, decidió buscar a su madre para confesar el extravío. Tal vez entre las dos pudieran encontrarlo. Cuando le contó lo sucedido, ésta la miró con extrañeza:-Juana, ese anillo era de mi mamá y yo lo perdí hace años. Es imposible.

Relatos sobre árboles. El gomero.

Ese pariente que siempre llega tarde y con las manos vacías. Que se sienta en el banquito de madera junto a los más jóvenes dejando caer a peso muerto sus más de cien kilos. Que estira los brazos a todo su ancho y abre la boca con fétido aliento para desperezarse. Que más de una tía pensó en podarlo del tablón del domingo, pero que no se puede, porque es familia. Que ni se percata de que su robustez y desaliño desentonan con las figuras esbeltas y perfumadas que rodean la mesa. Que los adultos susurran indignados que cómo no le da vergüenza sobrevivir a costa de la jubilación de la vieja, tan estrecha como el cantero de una vereda céntrica, cuarteado por las raíces que le exigen más de lo que puede dar.

Él igual sonríe. Cuenta con gracia sus anécdotas que provocan carcajadas en la multitud. Sabe bien lo que hablan de él, pero hace como que no. Porque sabe también que es culpa del destino y nada puede hacer.

Es como un enorme gomero incrustado en la ciudad. Los vecinos y los transeúntes solo quieren volarlo de ahí porque estorba. Para su desgracia, fue allí donde nació. Pero si en cambio le hubiera tocado crecer en una estancia, en donde no hubiera zuncho que acotara su arraigue, entonces todas las criaturas sobre la tierra le estarían agradecidas por su cobijo, su buen humor y su grandeza… ahí la historia hubiera sido diferente.

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