La escuela de las quintas

Era yo una niña de once años que iba a la escuela pública más grande del pueblo,
acompañada por el mismo grupo de niños desde el jardín de infantes. Era la alumna más inteligente y aplicada del salón, los boletines siempre tenían puras MS (de muy satisfactorio) y las maestras me preferían por lejos. Me quedaba sólo una buena amiga, ya que me había peleado con otra y las demás compañeras eran sólo eso.
Era un curso bastante conflictivo, cada tanto se apresenciaba la directora para llamarnos la
atención por algún suceso causado por alguien del grupo. Casi siempre estaba involucrado Gabriel, un muchachito irritante y burlón, que con su carisma convencía a varios de hacer maldades. A mí me volvió loca toda la primaria: me cargaba con mi sobrepeso, una vez me pegó un pelotazo en la cara, otra vez se rió de los talones de mis medias manchados de marrón por los zapatos de gamuza, otra porque tenía la espalda de mi guardapolvo salpicada ya que mi bicicleta no tenía guardabarro. Tengo en mi memoria varios malos recuerdos sobre Gabriel y los que se sumaban a burlarse de mí y de unos cuantos compañeros más. Un poco ya me había acostumbrado, pensaba que así funcionaba la vida: algunos se burlaban y los demás los dejaban hacer. En aquella época todavía no se hablaba demasiado de este tipo de situaciones.
Mi madre era maestra y directora de una escuela con treinta alumnos que quedaba en la
sección quintas. Como estaban justos de matrícula -y estaba en riesgo uno de los cargos docentes-, nos cambió a mí y a mis hermanas a su escuela. Para que yo aceptara, me sobornó con una cartuchera roja escocesa. Si bien yo no era del todo feliz, me daba nostalgia abandonar a mi grupo después de tanto tiempo.
Llegamos un día de abril a esa escuelita que parecía una casa de familia. A la mañana
desayunábamos todos juntos, luego se izaba la bandera y después enfilábamos hacia los salones, que eran tres en total, los siete cursos estaban integrados. A la hora del almuerzo, sonaba la campana y debíamos hacer fila en el baño para lavarnos las manos. Nos sentábamos a la mesa del comedor, la cocinera servía abundante los platos y la portera repartía. Cada alumno tenía una servilleta de tela con sus iniciales bordadas. Después de comer, había una hora libre en la que podíamos ir a jugar a los potreros que rodeaban la escuela. Una vez construimos unas chocitas de caña y paja que quedaron espectaculares. También hacíamos casitas en los árboles de eucaliptos.
La mayoría de los alumnos provenían de duras realidades familiares. Muchos tenían la
cabeza minada de piojos y liendres, llevaban los guardapolvos sucios, las zapatillas muy rotas, los pantalones agujereados, algunos asistían para asegurarse un plato de comida. Cuando visitaba la casa de alguna de mis compañeras me sorprendía ver las condiciones tan humildes, varias tenían el piso de tierra y el patio lleno de chatarra que alojaba ratas.
Pero nada de eso importaba porque en la escuelita todos éramos iguales y especiales al
mismo tiempo. La vida allí era simple, no había Gabrieles que se burlen o acosen. Las travesuras pasaban por otro lado: los pelotazos eran accidentales y como mucho, estrellaban algún vidrio, los más grandes sacaban corriendo a los más chicos por el simple motivo de correr, el más audaz siempre quería treparse al techo… Éramos una gran familia, nos gustaba compartir momentos juntos como mirar películas en el SUM en los días de invierno u organizar torneos de fútbol mixtos. También armábamos bailes en los salones con canciones de Rodrigo.
Durante los dos años en que asistí a esta escuela pude conocer otras realidades
sociales, vincularme con las personas por lo que son y no por lo que tienen, y se trastocaron mi escala de prioridades. Me empecé a ver como una privilegiada, a agradecer por ello y a relativizar los problemas que me angustiaban.

Publicado por guillerminahuth

Soy Licenciada en Administración graduada en la UNLP, trabajo como administrativa en el estado provincial y disfruto de escribir cuentos y relatos.

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